Dedicado a: María Esneyder, Daniel Alfredo y a mí Madre

domingo, 8 de marzo de 2015

CUENTO: SILENCIOS

Silencios

Camina, paso a paso, lentamente, respira, da otro paso. Mira su entorno, su cabeza pesada, se mueve con lentitud. Da otro paso.
Sus ojos se espantan. Pero siente que no avanzaba. La calle empedrada, se llena de payasos. Tambores, flautas y silbidos, retumban en su cabeza, un eterno tum, tum, tum, se apodera de su sueño.
Las casas en la antigua calle se levantaron, en otro tiempo a lado y lado del camino de piedras. Los muros se elevan y se tragan todo a su paso. Él, aspira profundo, llena sus pulmones de aire, procedente del puerto. Anda lentamente.
¿Dónde estoy?
¿Para dónde voy? —Se pregunta, ausente de sí mismo.
¿Quién soy? —No hay respuesta.
Gente procedente de otros mundos, todos tirados en el piso, se miran entre sí. Él, sigue avanzando, lento, pesado, ausente. La calle se hace eterna, ancha, interminable. Camina, se detiene. Su pensamiento ausente, navega en la oscuridad.
Durante horas deambula, ante sí pasan andenes, puertas de madera, ornamentación, materas, olores, sudor, puentes. No se detiene, confuso, perdido, abandonado. Mira; ve, no percibe el olor, no siente. El sol frío se apodera del cenit. Pasan las horas eternas y llega la luz de la noche. No recuerda, se olvida.
Sshhh. —Un Sshhh, retumba en su cerebro—. Sin rumbo, el Sshhh, sigue perturbando sus pensamientos. Pasan las lunas y los soles. Sus ojos no perciben la luz, no sabe si es de día o de noche, ya no existe el tiempo, las horas se detienen, los minutos no avanzan. Un eterno tic-toc, suena en la lejanía de su cerebro. El sonido de sus pasos invaden el espacio de la calle empedrada. El olor es lo único real, su olfato lo percibe todo, el olor de la calle lo guía; orines y mortecino invaden el aire cálido de la antigua ciudad. El piso caliente deja evaporar el agua de la última tormenta.
Para él no existen las horas, el tiempo desaparece, se evapora en la oscuridad de soledad. El aire frío le cubre los huesos, es medio dia, no hay para él luz, ni la nada, ni el silencio, ni el hambre, ni el deseo. Ya no está, solo queda un bulto de algo, que comienza a desvanecerse en el aire. La gente pasa por un lado del bulto de escombros humanos y se tapan las narices, no miran, todos siguen caminando en silencio.
Jesús Rodríguez
04/03/2015

RE-ESCRITURA DE UN CUENTO TRADICIONAL

Reescribir un cuento

Cuentos de Hadas de Andersen, Colección Robin Hood, Editorial ACME, Buenos Aires. 1982. Pág. 15
CUENTO: LA PRINCESA Y LA ALVERJA. Autor Hans Christian Andersen

La princesa y el maniquí

Erase un joven apuesto que deseaba casarse con una señorita, pero que fuera de veras una señorita. Recorrió, ciudades, poblaciones y desconocidos rincones de nuestro país. Señoritas no habían muchas, y algunas se hacían pasar por señoritas, pero era evidente que tenían mucha experiencia. El joven se cansó de buscar y regresó a su natal Bogotá, triste por no haber encontrado a una señorita.
Caminando un día, por Plaza de las Américas, con papá y mamá, observaban los escaparates de los diferentes locales del centro comercial, todos decorados, con hermosos maniquíes, tanto del género femenino, como masculino. Aquellos portaban hermosos vestuarios.
Una tarde lluviosa, como aquellas tardes de Bogotá, donde se oscurece a las tres, golpeó a la puerta de una lujosa mansión, una señorita, totalmente empapada por el agua. El padre del joven abrió la puerta y la mujer le pidió posada, le aseguro que ella era una señorita. El agua se le escapaba por todas partes. La mamá pensó «no parece una señorita, pero le voy a poner una prueba». La madre organizó la cama en el cuarto de visitas. «Si en verdad es una señorita, pasará, esta prueba» —Pensó la madre.
La habitación tenía forma de vitrina de almacén, una de las paredes era un gran vidrio transparente, desde adentro de la habitación, no se notaba aquel detalle. Pero, la parte externa daba a un gran patio, y la visibilidad hacia adentro del cuarto era nítida y inclusive con la luz apagada. Al amanecer, la madre bajó al patio y al ver a través del ventanal, observó a la mujer en pose de maniquí. Ella estaba, impecable en su vestimenta.
En la hora del desayuno, la madre le preguntó:
—¿Has dormido bien?
—¡Oh! Terrible noche he pasado, —respondió la señorita—. Me sentí como en una vitrina de exhibición, de cualquier almacén. Lo más difícil, dejar de sentir en la madrugada, que era un maniquí.
Entonces, la madre creyó, que sí era una señorita.

Y el joven la tomó por esposa, seguro de que se trataba de una señorita. Los maniquíes, fueron llevados al centro comercial, y permanecen allí, en exhibición, en la vitrina de papá y mamá.
JESÚS RODRÍGUEZ