Dedicado a: María Esneyder, Daniel Alfredo y a mí Madre

sábado, 3 de septiembre de 2011

Cuentos que cuento (1)

Publicó un segundo cuento corto el cual hace parte de una pequeña serie de 22, escritos a comienzo de éste año. Como podrán darse cuenta falta trabajo en el perfeccionamiento de la escritura, pero aún así, quiero compartirlo con ustedes.


Febrero 16 de 2011
Bogotá, D.C. Colombia
Monserrate, Bogotá, Col. Foto: Jesús

I.

Con el plato de comida en mis manos y la mente entre los pensamientos, recuerdo la última visita a mis padres en las frías cordilleras de la región oriental, de montañas verdes dibujadas con cuadritos de ajedrez. Subiendo por el camino que lleva a la casa de Casilda la vieja gruñona y encorvada por la falta de años, que generalmente se escondía detrás de las ramas secas a orinar y de paso mirar a todo aquel que se acercase a la antigua casa de piedra, paja, barro y madera de mis padres y construida en los años 20 del siglo pasado, por el viejo Benjamín Pérez quién era el esposo fallecido de la vieja gruñona. Mientras asciendo por el camino pedregoso que durante años recorrimos del pueblo a la casa y de la casa al pueblo en poco más de cincuenta minutos, ubicada en el campo en medio de las veredas cálidas de la región, observo aparecer el suelo desolado y ausente, sediento de agua y golpeado por los fuerte vientos, veo entre el aire caliente aparecer como fantasmas moribundos los arbustos, árboles, matorrales y ramas legendarias de mi niñez olvidada y escondida en la memoria por el fuerte sabor del aguardiente, que arde como el desierto en las entrañas; imágenes, recuerdos ahogados en las penurias de la pobreza que mi honrado padre le proporcionó a la familia donde di mis primeros pasos.

Corre por mi memoria atrapadas por las brumas del olvido, las largas borracheras de papá, quién inteligentemente después de cada jornada de trabajo en el campo sembrando la tierra con maíz, cebada o trigo y cuidando los animales que después de un tiempo nos comíamos en largos festines; él nos invitaba junto con mis hermanos a tomarnos unos tragos para relajar el cuerpo y las penas, tirados en el piso desnudo cerca de la cocina, allí mismo veíamos asomar el sol al siguiente día, “enlagunados” por el licor. Veo a los lejos el árbol de eucalipto, donde algún día ya olvidado, bese a la mujer que me enamoró por primera vez y con la que mi cuerpo tuvo la primera explosión volcánica y a quién jamás vi o conocí personalmente, sino es, por la vieja foto de almanaque; la fragancia ácida de eucalipto y la fresca brisa que baja de la montaña, junto al trinar de las aves dueñas de los aires y de las copas del bosque; bosque que algún día mi abuelo se dedicó a sembrar y a cuidar con esmero de tierra, agua y sudor; sus lágrimas regaron aquellos comienzos de naturaleza, ellas viven hoy en día en la seca quebrada que circunda la casa de piedra.
Veo en las cercanías, separados por el aire del pasado y la humedad del olvido y alambre de púas, a Marina la vecina, hija de don Carlos y compadre de papá y mamá; ella se convirtió en el deseo terrenal, en mi sueño celestial, pero nunca se pudo, ella se casó con el vecino de la otra vereda y yo termine casado con la que era y no era. Su hermana se convirtió en mi consuelo y la que carga mi bastón y me da la mano para poder ir al menos al baño, a descansar del largo trayecto de dos metros de mi cama al sitio de desahogo y limpieza interior. Sí, allá los veo, juntitos los dos, sentados en la mesa de madera que algún día en el pasado construyera el primer carpintero graduado en el pueblo. Sonríen, no es para menos, después de años pasados y sin regreso, estoy de nuevo aquí para dar un poco de lo que no he tenido. Afecto y abrazos.

Por Jesús Rodríguez

San Juanito, Meta. Colombia. Foto: María Esneyder

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